Calendario.

El piso era de ella, pero el amor era de los dos. Decidieron irse a vivir juntos un martes, creo que llovía, después de cinco años de noviazgo no era de extrañar. Aunque para ellos sólo había sido un largo domingo. Un miércoles tomando un café eligieron los muebles de su comedor en el catálogo de Ikea y para allí que se fueron el jueves.
Y llegamos a hoy, sábado. La situación es la siguiente: nos encontramos en el comedor de la nueva casa. Él viste un pantalón de chándal, deportivas y una vieja camiseta azul. Ella viste un ancho pantalón pirata, camiseta de publicidad y zapatillas de estar por casa. En el centro de la habitación encontramos un mueble de televisión modelo tobo en color wengué a medio montar y sobre la mesa del comedor una cantidad indeterminada de tornillos una llave allen y un papel que advertimos que son las instrucciones de montaje.
La situación es tensa, lo podemos observar en las caras de los dos, él tiene mucho que decir, pero por algún motivo no pronuncia palabra. Ella coge las instrucciones de montaje y las vuelve a mirar. Se muerde el labio fuertemente para evitar lo inevitable y rompe a llorar. Es entonces cuando pronuncia las que serán las últimas palabras del día: “Quizá no ha sido una buena idea irnos a vivir juntos”

Frases de naftalina.

Al abrir el armario volaron cientos, miles de polillas. Se habían comido todas las palabras. Y no las culpo, llevaban allí demasiado tiempo, ignoradas. Si quiera les había puesto unas frases de naftalina. Pasé la mano para confirmar lo que veían mis ojos y en la esquina encontré una palabra con un pequeño bocadito. “Nihilista”, no me extraña que no se la comieran, era indigerible. De pronto recordé que por algún lado tenía un sombrero lleno de palabras que recogí en la calle, y alguien me dijo que las guardara, y eso hice. Recuerdo que vertí el contenido del sombrero por el agujero de una guitarra.
La guardaba en el armario, metida en su funda. Las palabras estaban allí, intactas. Puse la guitarra bocabajo y esparcí las palabras por la mesa. Sacudí, aún cayeron unas cuantas más y sin querer rocé las cuerdas de la guitarra y la vibración que produjo atrajo a mi memoria recuerdos de otros tiempos y con ellos la melancolía. Con la mano izquierda rasgaba las cuerdas y con la derecha las apretaba con delicadeza y autoridad contra el mástil. Mientras yo miraba hacia un pasado que creía más feliz, sobre la mesa, las palabras se fueron moviendo. Se fueron colocando una al lado de la otra y cuando llegaron al borde de la mesa fueron bajando por una de las patas hasta el suelo y se desplegaron por las baldosas y subieron por el mueble del televisor, y por el televisor, por la pared del fondo hasta el techo y salieron al balcón hasta que un solitario punto se colocó el último. Esto debió ser así, porque yo no lo vi. Cuando bajé la mirada hasta la mesa, comenzaba una frase que seguí rápido con la mirada hasta el balcón, donde el aire, que arremetía con fuerza empezaba a llevarse los acentos. Lo leí lo más rápido que pude y cuando llegué al final una lágrima mía cayó en una de las últimas palabras arrastrándola como un riachuelo hasta el borde de la barandilla. La seguí con la mirada hasta que cayó en el hombro de un caballero con sombrero. Se sacudió la gota y notó que se le quedaba algo pegado en el dedo, y al mirarse, extrañado dijo en voz alta: “Rompió”. Miró hacia arriba y yo me escondí.

Ya nada es lo que era.

Alicia había crecido, era ya toda una mujer, y veía su infancia como un cuento lejano. La vida había continuado su rumbo y las fronteras ya no eran las que había aprendido en la escuela y todas las mañanas las noticias hablaban de muertos, guerras, y paro. Por eso Alicia había corrido desesperada al bosque buscando aquella conejera que la había llevado una vez al país de Las Maravillas, huyendo de la realidad que la asfixiaba. Y lo hizo, lo encontró. Pero… ya nada era igual. El cemento había sustituido en su totalidad la vegetación. Los extraños seres que tiempo atrás la habían fascinado, ahora le daban miedo, vagaban entre los edificios clavando la mirada en las aceras. Caminaban a paso ligero y eran engullidos por rascacielos con ventanas oscuras.
Ella paseaba su cara de asombro por los escaparates, viendo gatos a rayas encerrados en jaulas y marchitas flores que ya no le hablaban, y oscuros bares dónde los parroquianos sujetaban los vasos con las dos manos mirando fijamente el líquido que contenían. El camarero, un hombre serio con sombrero de copa le golpeó con una dura mirada que la sacó de su sopor. Allá donde mirara veía carteles que anunciaban las próximas elecciones a la presidencia de la República y que presentaban a un hombre con un fino bigote sobre una mueca que hacía recordar a una sonrisa y debajo un lema que prometía que eran la única solución para el futuro del país.
Alicia salió corriendo intentando encontrar el camino de regreso. Las lágrimas le impedían ver con claridad por dónde iba, pero al girar una esquina le pareció ver una figura que le resultaba familiar. Se frotó el antebrazo por los ojos y cruzó la calle con un pequeño rayo de luz en su interior. Un conejo blanco con un gran reloj colgado del cuello esperaba apoyado en un portal, el conejo cambió su cara de tedio por un gran asombro y acto seguido sacó de la espalda un revolver y le quitó el seguro. Y es que… ya nada es lo que era.

Todas las canciones de amor están llenas de mentiras II (y son perjudiciales para la salud)

Ella le dijo que sí, y cuando llegó a casa, su corazón estaba tan pletórico de amor que comenzó a escribirle poemas de amor. Compuso centenares de sonetos y canciones. Dibujó corazones en los márgenes de los folios. Todo para ella.
Al día siguiente la hallaron muerta por el peso de todo ese amor, y es que era mucho más del que podía soportar.

Hombres y cerdos.

El tren la dejó en el centro de la ciudad y un taxi la acercó a la puerta del Corte Inglés. Una chica monísima le indicó que subiera a la cuarta planta, sección electrodomésticos. No era la primera vez que iba de compras por la capital (tampoco es que lo hiciera muy a menudo, el pueblo estaba lejos) pero sí la primera que iba sin su marido. Un cartel bien grande le indicó que había llegado a su destino. Levantó tímidamente la mano para llamar a una señorita que pasó de largo. Al instante una señora de mediana edad con un bonito uniforme apareció a su espalda ofreciéndose a ayudarla.
-Buenos días señorita, me gustaría comprar un congelador de esos con la tapa que se levanta así
-Por supuesto, usted lo que quiere es un arcón, acompáñeme y se los enseño” La dependienta empezó a interrogar a la mujer. -De cuantos litros lo quiere? - Al ver la cara de perplejidad continuó. -De cuanta capacidad?
-Aaaaah, litros es lo mismo que kilos no? Pues… unos cien.
-Bien… pues de esa capacidad sólo tengo esté que tiene dos espacios independientes, cada uno con su puerta.
Después de meditarlo un poco la mujer se decidió. –Está bien, creo que me lo llevo. Pero ahora necesitaré un hacha.

Vidas en aeropuertos.

Todas las empresas tienen fugas. Pequeños puntos ciegos por donde se “escapaba” el dinero, pero en empresas tan grandes era una parte insignificante como para detallarlo en ningún informe. Todas las auditorías que realizaba terminaban igual, Ok. Ya se encargaban las empresas de tener una legión de tipos tan aburridos como él que demostraban ser igual de listos tapando todo rastro de dinero negro, transacciones con asociaciones ilícitas o sobornos a cargos políticos.
No le llevó más de un minuto ordenarse la minúscula maleta de viaje mientras el televisor daba noticias en un idioma que le era indiferente, dejó la maleta en el suelo y la arrastró del asa hasta la puerta. Retiró la tarjeta de la ranura y todo se hizo gris, aún más gris. De camino al aeropuerto, en el taxi, pensaba en que algún día se tomaría un descanso para visitar un museo o algún edificio de esos que salían en las postales. Quizás. Acostumbrado como estaba a los aeropuertos, conseguía abstraerse en las largas colas pensando en Dios sabe qué. Sólo una mujer le separaba del mostrador de facturación y parecía tener problemas porque ella gesticulaba mucho y la azafata negaba con la cabeza.
-Entiéndame, no tengo dinero para pagarle sólo por llevar un poco más de peso.
-Lo siento señorita, pero son veinte kilos de exceso y esta compañía tiene unas normas muy estrictas respecto a esto, y creame, no está en mi mano hacer nada.
-Pero…
-Tendrá que dejar una de las dos, si no quiere pagar y recogerlas a la vuelta.
-No puedo dejar ninguna, en una está mi ropa y la otra está llena de regalos y recuerdos que llevo a mi familia, no puedo dejar mi vida en una taquilla de aeropuerto.
-Lo siento…
Aquel joven de traje gris intervino en la discusión. –Tengo una idea señorita- dijo dirigiéndose a la joven que estaba punto de perder toda esperanza- yo llevo una maleta pequeña que bien podría pasar como equipaje de mano, si le parece bien, facturamos una de sus maletas a mi nombre y yo me subiré esta al portaequipajes del avión.- la chica sonrió y antes de que le pudiera dar las gracias, el joven ya había dejado la tarjeta de embarque sobre el mostrador.
Durante el breve espacio de tiempo que la azafata tardó en facturar las dos maletas intercambiaron sonrisas especialmente incómodas para él y después se despidieron.
Ella seguramente fuera en clase turista, él reclinaba su butaca de primera clase mientras sonreía brevemente recordando lo ocurrido.
A las nueve horas, horario local, las ruedas del tren de aterrizaje impactaban contra el suelo de la pista central. Media hora después abría la puerta de un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Era gris e impersonal como cualquier habitación de hotel. No había plantas, ni fotos, ni ninguna mascota esperándole, nada. El lunes volvió a su trabajo, esta vez en una empresa de la ciudad, ocho horas al día rodeado de estados de cuentas y facturas. Un sándwich para comer y ningún trato con los trabajadores de la empresa más allá de las típicas fórmulas de cortesía. A la semana siguiente le tocó Budapest y la siguiente vuelta a la ciudad.
El lunes, antes de entrar a trabajar recibió una llamada del aeropuerto. Su interlocutor le informaba que ya había aparecido la maleta que había extraviado. Él le explicó que no había perdido ninguna maleta pero enseguida recordó el pequeño incidente con la joven e intentó explicarle que esa maleta no era suya –pero está facturada a su nombre- sí, le dijo, pero el hombre no comprendía que una maleta de alguien estuviera facturada a nombre de otra persona, -pero… no sabe quien es? No puede localizarla? El chico que se encontraba al otro lado del hilo telefónico no era muy espabilado y dio por terminada la conversación diciendo,- por lo que a mi respecta, la maleta es suya, y sería una pena que terminara extraviándose en objetos perdidos.- se despidió y colgó. La llamada no paraba de aparecer en su cabeza entre sumas de totales y números de cuenta. De todas formas, no podía hacer nada, no conocía siquiera el nombre de la dueña de la maleta. A media tarde se le ocurrió que quizás la chica también se había interesado por saber si aparecían las maletas perdidas y habría acudido hoy al aeropuerto con la esperanza de verme o saber de mi y que yo le devolviera la maleta. Se dijo que ya había trabajado bastante por hoy y se presentó en el mostrador de la compañía aérea. Le explicó la situación a la joven que le atendió y esta sí pareció entenderle, pero no le dio ninguna solución. -Lo único que puedo hacer es apuntarme su número de teléfono y avisarle si alguien viniera a preguntar por ella, pero de usted depende llevársela o dejarla en objetos perdidos.
Se la llevó. Recordó que la chica dijo que no le gustaría dejar su vida en un aeropuerto. Era lo mínimo que podía hacer. Mientras conducía de camino a casa pensaba cual de las dos maletas sería, quizás dentro de ella encontrara algún tipo de información, su nombre o alguna documentación, no le sería difícil encontrar a alguna persona con un nombre y dos apellidos. Dejó la maleta en el borde de la cama con cuidado, como si lo que acabase de dejar fuera un cofre sacado de una excavación. No se atrevió a abrirla. Era la hora de cenar y mientras cocinaba miraba de reojo la maleta sobre la cama. Le fascinaba el contenido de aquella maleta hasta tal punto que deseaba retrasar el momento del expolio lo más posible. Aquella noche durmió con la maleta en el mismo sitio donde la había dejado. El resto de los días de aquella semana fueron más cortos de lo normal, se sentaba a ver la tele y de vez en cuando echaba una mirada por encima del sofá para descubrir que la maleta no se había movido. El día elegido fue el viernes, en el informe de la auditoría colocó el sello que marcaba un “ok” con tinta roja, y voló hasta su pequeño apartamento. Ahora sí que había algo esperándolo. Se colocó delante de aquella maleta y pasó la mano suavemente por la parte superior intentando sentir cada matiz de la tela que cubría el caparazón de plástico, buscó con precisión, centímetro a centímetro, los enganches de la cremallera y en un movimiento acompasado tiró con fuerza de ellas en sentido contrario. Abrió la maleta conteniendo la respiración sin, ni si quiera, preguntarse si habría ropa o recuerdos. Ropa. Al contrario de lo que podríamos pensar no se llevó un desengaño, seguía con la misma emoción. La respiración se le aceleraba y se frotaba las manos intentando pensar que hacer con ella. La idea de buscar algún dato que le diera información sobre su dueña había desaparecido. Comenzó a sacar la ropa y a extenderla por la cama. Un pantalón vaquero, un pantalón de vestir, dos blusas de gasa, una verde y otra blanca, tres camisetas de sport sin marca alguna, un neceser que apartó para examinarlo más tarde, un par de zapatos dentro de una bolsa de tela… Cuando vació la maleta tenía la cama llena de prendas de mujer. Se alejó dos pasos de la cama para poder tener una visión global de la cama. Se dio cuenta de lo acelerado de su respiración e intentó respirar más lentamente, pero fue inútil.
En un frenético movimiento de perchas y cajones comenzó a ordenar su ropa para dejar sitio a las prendas que estaban encima de la cama, media barra del armario empotrado para los pantalones y blusas, un cajón para las camisetas y medio de su mesita de noche para la ropa interior. Después colocó el cepillo de dientes que encontró en el neceser en el cubil, al lado del suyo, maquillaje y pintalabios en orden sobre la repisa del lavabo y una crema para el cuerpo junto al champú. Volvió al cuarto a cerrar la maleta y la colocó entre el armario y la mesita contraria a la que el utilizaba. Sólo entonces su respiración volvió a ritmos normales.

La mal querida..

Cuando nos conocimos yo pasaba caballo y ella buscaba algo que le ausentara de este mundo. Era raro, porque las personas que vienen a verme por primera vez están ya muy jodidas por otras drogas o algún conocido les ha dado a probar mi mierda, pero ella no. Ella vestía una mirada serena y una ropa elegante que cualquiera de los otros hubiera vendido para conseguir un chute. Recuerdo que cuando se fue pensé que no la volvería a ver más, todo el gramo en un solo chute y tendría el viaje hacia la luz más placentero que jamás habría soñado. Un mes después volvió a por más, fue entonces cuando me fije realmente en ella. No era solo elegante, también era preciosa y tenía una forma encantadora de atusarse el pelo. No quiso darme conversación cuando le pregunte para quien era, sólo me contestó que no me importaba y después sonrió. La siguiente vez tardó menos en venir, tres semanas. Pilló la misma cantidad, y la siguiente menos, sólo dos semanas. Yo le intentaba dar conversación, incluso intenté invitarla a cenar, pero ella siempre rehusaba. Al poco tiempo paso a ser un cliente como los demás, una yonki que venía todos los días a por la dosis justa para un pico. Sus ropas seguían siendo elegantes pero ya no estaban limpias, igual que su pelo y sus uñas, roídas por la impaciencia. Había días en los que no aparecía por mi casa y yo sabía que era porque no había conseguido el dinero suficiente como para pagarse un chute. Fue después de dos días sin verla cuando, viéndola entrar temblando le dije que si no tenía dinero para pagarme que viniera de todas formas que yo tendría algo para darle. Me había enamorado profundamente de esa mujer, me enamoré la primera vez que la vi cruzar la puerta.

Cinco días sin verla bastaron para que me preocupase. Los clientes vienen y sobre todo se van, pero no quería que ella fuera uno de los que ya no vuelven. Moví algunos hilos y conseguí la dirección de su casa. Allí me presenté con un ramo de flores para que pareciera que era un viejo amigo que iba a interesarse por su salud. La dirección me llevó a un chalet grande de las afueras, de esos en los que se puede adivinar un enorme jardín detrás de un muro de piedra de dos metros de altura. Sólo un video portero comunicaba la calle con aquel mundo interior. Un toque al timbre y una voz femenina con un acento que no pude situar que me increpó “que deseaba”, desear… “venía a ver a la señorita, hace tiempo que no la veo y quería saber si se encontraba bien” un ruido estridente me indicó que se había cortado la comunicación y al instante se abrió la puerta dejándome ver ese jardín que había imaginado. Un largo camino de piedra entre césped y palmeras y al final la enorme vivienda. Flanqueando la entrada vi a una mujer joven y fui hasta ella. No noté ningún atisbo de sentimiento en sus palabras, como si me estuviera dando el parte meteorológico me contó que “la señorita había sido ingresada en una clínica de desintoxicación de Suiza debido a sus últimos tonteos con las drogas”. Le di las gracias por la información y cuando me disponía a irme, entre titubeos me dijo “si de verdad le interesa, la señorita ya está casi curada, en un par de meses volverá a casa”.Volví a casa contento por saber que no había terminado como mis otros clientes, pero una punzada en el pecho me hizo darme cuenta que no volvería a verla. Cuando volviera a casa la familia la vigilaría y lo último que le dejarían es acercarse a mi barrio. Por eso me extrañó cuando la vi aparecer en mi salón. Todo sucedió muy rápido, un gracias, una sonrisa, un reflejo metálico, un sabor frío de su revólver en mis labios, y toda esta historia, fugaz, por mi cabeza. Y ahora cierro los ojos con fuerza esperando que esto pase rápido.

Tus farolas susurran mi nombre.

A los tres días salí del bar. Había bebido tanto que no recordaba el camino a casa. Decidí no llevarle la contraria a mi cabeza y acompañé mi paranoia en dirección a la luna. Miré al cielo y busqué la luna entre los edificios y un leve susurro me golpeó el cuello por debajo de la oreja. El segundo vino en forma de rumor y me empujo la mejilla tan fuerte que me hizo girar sobre mis talones tres cuartos de vuelta. El tercero fue más suave y también más cálido y también más claro. El aire pronunciaba mi nombre, me llamaba. Busqué la dirección del origen de mis llamadas y fui a parar justo debajo de una farola, una farola que no dejaba de susurrar mi nombre. Hasta que dejó de pronunciarlo, ahora mi nombre venía desde otra dirección, y lo seguí. Los susurros me llevaron hasta otra farola y luego hasta otra y otra, las farolas no paraban de repetir mi nombre y parecían indicarme una dirección y ciento una farolas más los susurros cesaron y yo me vi borracho delirante y sentado en los escalones de tu casa.

 
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