Hojas amarillas.

Marta tachaba los días en su calendario. Sentada en su oficina, se concentraba en el trabajo, porque era la única forma que conocía para que las horas se le pasasen rápido.
Sobre su escritorio un cubilete con lápices, un marco con la foto de de una niña que venía con el marco, tres carpetas sin color ni alma, un viejo teléfono que cuando la llamaban sonaba como un lamento y un antiguo ordenador de sobremesa con su antiguo monitor. El reloj de la pared marcaba las seis y todos sus compañeros salían de sus cubiles y corrían hacia la puerta. Ella, se esperaba sentada un rato sin apartar la mirada del monitor apagado, después tachaba el día en el calendario y cerraba lentamente la puerta. Siempre tres vueltas a la llave y dos pisos por las escaleras hasta encontrarse con la calle y de ahí a casa.
Y al día siguiente, otro día más, pero este tuvo algo distinto. A media mañana el teléfono sonó distinto a otros días, de tal manera que no se atrevió a cogerlo pero, que otra opción tenía? Y del otro lado del teléfono le llego un suave calor y las palabras de un hombre que preguntaba por ella, dos minutos de conversación y una sonrisa, un minuto más y colgó. Ese día no tacho el calendario, así, a lo mejor, se volvería a repetir.

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