Estuve una vez en Nueva York.




Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Y yo con este insomnio, qué ironía! Al otro lado del cristal millones de luces iluminan la noche de los neoyorkinos y a este yo, sentado en la butaca del hotel con los ojos puestos en la enorme avenida. Creía encontrarme en mitad de una película, todo era exactamente igual que en las series y películas que veía en la televisión. Un coche de policía se abría paso con las luces rojas y azules encendidas, los 21 pisos que nos separaban amortiguaban el sonido de las sirenas. Giraba justo por la esquina donde se encontraba aquel saxofonista que por unos dólares tocaba temas de Charlie Parker y a dos metros un carrito en el que se venden perritos calientes. Doce horas me separan de la visita guiada por el Bronx. Mantenía la mirada perdida en el semáforo en rojo, cambió a verde y me devolvió a mi sillón, suspiré, levante las manos y las coloqué una delante de la otra como si sujetara un rifle mientras guiñaba un ojo para apuntar a través de la mirilla, elegía un objetivo, uno al azar, lo seguía un par de metros y… Bang!!! La víctima caía al suelo y el resto de la gente corría despavorida sin saber de dónde había salido el disparo. Bang!!! Caía otro y se repetían las escenas de pánico. Cuatro minutos tardó el F.B.I en personarse, acordonaron la zona mientras los C.S.I. empezaban a buscar pruebas y a interrogar a los testigos. Pronto se dan cuenta que los disparos tienen que venir todos del mismo lugar. Colocan unos punteros laser que marcarán la trayectoria de las balas dejando al descubierto el punto del que salieron las balas. Encienden los punteros y… Mierda! Todos apuntan a mi ventana. No tengo tiempo, tengo que deshacerme del arma y eliminar cualquier rastro de pólvora. Llaman a la puerta. Good night Sir, service room. Un joven mozo entra en la habitación empujando un carrito con la cena. Good night. Se despide pero se resiste a marcharse, busco en mi bolsillo un billete de cinco dólares y cierro la puerta tras él. Vuelvo a mi sillón con la bandeja de la cena y la coloco sobre mis rodillas. Por dónde iba…? Ah sí, un monstruo de la altura de un edificio acababa de derribar un helicóptero de un manotazo.
"Amparíííííííínnnn."

Hojas amarillas.

Marta tachaba los días en su calendario. Sentada en su oficina, se concentraba en el trabajo, porque era la única forma que conocía para que las horas se le pasasen rápido.
Sobre su escritorio un cubilete con lápices, un marco con la foto de de una niña que venía con el marco, tres carpetas sin color ni alma, un viejo teléfono que cuando la llamaban sonaba como un lamento y un antiguo ordenador de sobremesa con su antiguo monitor. El reloj de la pared marcaba las seis y todos sus compañeros salían de sus cubiles y corrían hacia la puerta. Ella, se esperaba sentada un rato sin apartar la mirada del monitor apagado, después tachaba el día en el calendario y cerraba lentamente la puerta. Siempre tres vueltas a la llave y dos pisos por las escaleras hasta encontrarse con la calle y de ahí a casa.
Y al día siguiente, otro día más, pero este tuvo algo distinto. A media mañana el teléfono sonó distinto a otros días, de tal manera que no se atrevió a cogerlo pero, que otra opción tenía? Y del otro lado del teléfono le llego un suave calor y las palabras de un hombre que preguntaba por ella, dos minutos de conversación y una sonrisa, un minuto más y colgó. Ese día no tacho el calendario, así, a lo mejor, se volvería a repetir.

 
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