Sans futur.

Odiaba los lunes, como todos, por eso decidió que el lunes era el mejor día para empezar. Así que salió de casa antes que el sol. Llevaba puesto un vestido de lana blanco rayado en negro y un largo abrigo de cuero que le acariciaba los tobillos. Como equipaje sólo llevaba un petate de tela.
A primera hora del martes su avión aterrizaba en el aeropuerto de North Pole. No le fue difícil encontrar el lugar donde descansaba el viejo Noel, hacía una semana que había pasado la Noche Buena y descansaba en su casa, lo difícil fue no ensañarse con aquel barrigudo, mientras lo acuchillaba no podía dejar de pensar en todas esas mañanas de 25 rotas por la desilusión. Después colocó una silla enfrente de él y se sentó a esperar que la sangre dejara de brotar de aquel cuerpo ya sin movimiento. Salió de nuevo a la nieve, la venganza sólo había empezado.
Tres horas más tarde cogía un vuelo de regreso. Mientras sobrevolaba el centro de Europa repasaba mentalmente el siguiente paso. Llegó al aeropuerto sobre las ocho de la tarde. Se dirigió al parking a recoger su coche y condujo en dirección a un centro comercial para comprar las cosas que necesitaba para esa noche, un alargador, cinta aislante y un despertador. Cenó sola en el self-service mirando la televisión que colgaba de la pared. Poco antes de media noche aparcaba su coche debajo de la casa donde tantos años había vivido. Aún conservaba las llaves, así todo sería más fácil. Cortó un extremo del alargador y peló los cables, con la cinta aislante unió cada cable a las manecillas del reloj, se guardó todo en el bolsillo de la chaqueta y subió al tercer piso. Abrió la puerta con mucho cuidado de no hacer ruido y cruzó el pasillo hasta la cocina, colocó el despertador encima del banco y lo puso de tal forma que las manecillas marcaran las tres menos cuarto, enchufó el alargador a la pared y abrió todas las llaves del gas.
Una vez en el coche sólo tuvo que esperar media hora a que las manecillas se encontraran y produjeran la chispa que hizo que todo el piso explotara quedándose huérfana al instante. Arrancó el coche y condujo toda la noche sin ningún destino, pero con la paz interior de saber que ningún regalo podría ya defraudarla.

De paseo por el Parnaso

Salí a pasear. Bufanda y gorro. Las hojas secas en el suelo formaban una alfombra y parecían indicarme el camino a seguir, pero nunca he creído en el destino, así que solo por fastidiar a alguien tomé la primera calle a la izquierda. Estaba ya anocheciendo, así que no fue hasta que estuve casi encima cuando la vi. Estaba tirada en la acera con la cabeza justo en el bordillo. Me acerque a ver si aun respiraba y un quejido amargo me hizo dar un paso atrás. Le pregunte: Estás bien? Me oyes? Pero no me respondía, sólo un leve quejido de vez en cuando y vi como un pequeño hilo de sangre se precipitaba desde la comisura de sus labios hasta la acera. Llevaría ya un rato sangrando, porque aquel hilo resbalaba por el bordillo y se encaminaba hacia la alcantarilla. Llamé al teléfono de emergencias y pedí una ambulancia. Me arrodillé para ver de dónde salía la sangre, pero cuando puse mi cara enfrentada a la suya me di cuenta que no era sangre sino una cascada de palabras que salían de su boca y se perdían por la alcantarilla. Me quité la chaqueta y se la extendí por encima y coloqué el sombrero junto al bordillo de modo que se llenara de palabras.
Y ahora estoy de rodillas, apoyado en la bañera donde he vaciado mi sombrero, dándome cuenta que no sirve de nada robar las palabras de otro si el cielo no te dio la gracia para juntarlas, aunque estas las guardare en una botella, por si acaso.



"Yo que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo... "

 
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