Cinema Paradiso

Miguelín, te has parado alguna vez a mirar los carteles de las películas?

Coppola dijo alguna vez que los carteles de sus películas eran invitaciones a entrar en un mundo paralelo, invitaciones a vivir otras vidas.

Pues ese era su trabajo, dibujaba invitaciones a otros mundos, mundos llenos de amores imposibles, misterios, asesinatos y seres fantásticos venidos de mil mundos. No estudió bellas artes en la universidad de París, pero sus creaciones eran comparadas con las grandes obras pictóricas de la época. Con sólo doce años tenía una carpeta para el solo en la comisaría de policía de Notre Dame, las detenciones eran por pequeños hurtos e infinidad de peleas. Una tarde, junto a dos amigos, entró a un cine forzando la puerta de atrás, su objetivo era vaciar el almacén de todo lo que pudieran vender, pero cuando entraron se encontraron el almacén casi vacío, digo casi porque sólo habían dos cajas de chocolatinas y un montón de estanterías con latas enormes en las que ponía nobres tan raros como: “Ciudadano Kane”, “Casablanca” o “El acorazado Potemkin”. Rápidamente sus dos compañeros cogieron las cajas de chocolatinas y echaron a correr. Nuestro pequeño quedó fascinado por los destellos que producía la solitaria bombilla colgada de un fino cable mientras se balanceaba y enfocaba sus rayos de luz contra las latas plateadas. Con cada vaivén aparecían nuevos nombres. Del fondo de la habitación escuchó un leve rumor como un tren de juguete y se acercó curioso a ver de donde procedía el ruido, encontró una máquina que se le antojó enorme, pero lo que de verdad le dejó absorto fue una pequeña luz que salía de un extremo y se dirigía hacia una pantalla blanca que dejaba de serlo para convertirse en un enorme tapiz en el que se dibujaba un beso delante de un atardecer. A partir de ese día su vida cambió casi por completo, dedicaba las tardes a colarse en el cine por la puerta de atrás y se asomaba a esa ventana mágica que le ofrecía momentos de amor y aventuras. El problema es que no podía ver el principio ni el final, había un joven diez años mayor que él, que se encargaba de coger esas latas que vio en su primera visita al almacén -y que más tarde descubriría que era allí donde se guardaban los sueños- y colocarlas en la máquina, allí se quedaba hasta cinco minutos después de que empezara la película y regresaba justo antes que acabara para sacar el rollo de celuloide y colocar la siguiente.

Es así como empezó su amor por el cine, el chico dejó de frecuentar malas compañías y siguió pasándose todas las tardes viendo películas sin principio ni final, hasta que una tarde cuando pasaba por la puerta de la sala para ver cuales iban a ser las películas del día siguiente leyó un cartel que demandaba un “joven con experiencia en manejo de proyector de cine”. El nunca había tocado el proyector, pero había visto cientos de veces, escondido entre las estanterías, como aquel joven ponía y quitaba los rollos, como reparaba los enganchones e incluso como después de un pequeño incendio en una de las bobinas, había conseguido repararla sobre la marcha sin que en la pantalla se notase cuanto apenas. Él sólo tenía que decir que había trabajado en un cine de otro pueblo, cuanto más lejos mejor, y después repetir exactamente los movimientos de aquel joven, y así lo hizo, cuando el dueño del cine le preguntó si tenía experiencia él le contestó que muchísima, que se había pasado el último año en un cine de Andorra, a lo que su futuro jefe respondió con un gran gesto de admiración, no se si porque sentía un gran respeto por creer que era un exiliado de la España franquista o porque no tenía ni idea de dónde estaba Andorra y se le antojaba un lugar exótico. Por lo de más, controlar la máquina no le fue nada complicado, repetía con exactitud los gestos de su predecesor y la máquina no le daba mucha guerra.

Por fin pudo ver una película desde el principio hasta el final, quedaba fascinado por los letreros que contenían unas veces las letras “UNE FIN” y otras veces “THE END” que llegó a la conclusión que venían ha decir lo mismo. Él, al contrario que el anterior proyector, se pasaba asomado a aquella ventana durante toda la película y auque viera la misma decenas de veces siempre esperaba que hubiera un final distinto. Un día, su jefe le pidió que le ayudara a numerar los tickets de la tarde próxima, era pascua, y todo el mundo andaba muy ajetreado, así que se pasó toda la tarde dibujando números en trocitos de papel. Desde hacía un par de años se habían puesto de moda las películas bíblicas, películas que usaban como guiones pasajes del antiguo o nuevo testamento. Familias enteras se agolpaban en las puertas de los cines haciendo colas infinitas para poder ver, lo que por aquel entonces empezarían a llamarse superproucciones, la gente se emocionaba cuando Charlton Heston abría las aguas del Mar Rojo, y explotaba en aplausos cuando levantaba las tablas de los mandamientos. Fue esa tare cuando descubrió que le parecían más interesantes las películas cuando no las veía, cuando sólo escuchaba los diálogos y podía crear en su imaginación las escenas que el quisiera, cambiar escenarios y vestuario, actores y decorados para crear una escena paralela que, según el siempre era mejor que el que le había dado el propio director. Sus compañeros del cine le tomaron por loco, al principio porque prefería verse una y otra vez las películas que bajarse a la cafetería a charlar con ellos y después porque intentaba explicarles que este director o este otro se habían equivocado al plantear sus escenas de tal forma y no de tal otra como él decía. Todas las tardes mientras barrían el cine el les explicaba como habría rodado el la escena en a que Judah Ben-hur ganaba aquella carrera de cuadrigas, pero ellos, que apenas veían las películas eran incapaces de imaginarse lo que les estaba explicando. Así que tozudo como era y empeñado en demostrar que él era mejor que aquellos directores pensó que le bastaría con unos lápices de colores y unas cuantas hojas de papel para hacerse entender, así que robó una caja de colores de madera de la tienda que enfrentaba al cine y tomó prestadas algunas de esas enormes hojas de papel que utilizaban en la cafetería para poner las ofertas. Subió rápidamente a la habitación desde donde se proyectaban las películas y se tiro al suelo con las hojas de papel y los lápices de colores, aunque se encontraba muy excitado por lo que estaba a punto de hacer cerró los ojos y se tranquilizó para poder captar con sus oídos los colores y matices, sabía bien que película se estaba proyectando, la había visto más de diez veces, se trataba de “Diario de un cura rural”, una película francesa que no llamaba mucho la atención de la gente. Abrió los ojos y comenzó a pintar sobre el papel una silueta de hombre que miraba a una mujer a través de una ventana con el campo de fondo que parecía arrancado casi de la misma pantalla. Que va, no tenía nada que ver, el cartel invitaba a una película llena de romanticismo y sentimiento, mucho más allá de lo que el título dejaba ver.
Exactamente eso debió parecerles a sus compañeros de trabajo porque quedaron tan fascinados con el dibujo del muchacho que lo colgaron en la puerta del cine, y esa película que llevaba un mes en cartel y no había llenado la sala ni en una sola proyección se convirtió en la más vista del día siguiente. Los espectadores salían encantados de la película y durante ese fin de semana no hubo sesión que no colgara el cartel de “no quedan localidades”.
A su jefe no se le escapó el gran talento que tenía con la pintura y desde ese día le mandó dibujar los carteles de todas las películas. Todas las sesiones se llenaban, las buenas películas parecían mejores, pero también conseguía que las malas películas llenaran la sala. Nuestro amigo se dedicaba a colocar los rollos de película y después se tiraba al suelo y dejaba volar la imaginación y también las pinturas. Pronto le llegarían encargos de otros cines de pueblos cercanos, e incluso de los mismos directores de las películas. No tardó en montar su propio estudio de dibujo. El chico alquiló un pequeño piso encima justo del cine, allí era donde dormía y también donde soñaba, ya no robaba las pinturas de la tienda de enfrente, ahora las compraba en una papelería especializada del centro de París y había cambiado la dulce letanía de la máquina de proyectar por música de Hendel que salía de un gramófono de oscura madera con una enorme trompeta dorada. Ya casi no iba al cine, se pasaba todo el día dibujando ya que por la noche veía las películas de las que más tarde dibujaría los carteles. Una noche mientras se preparaba para irse a la cama pensó como sería su vida si no hubiera nacido en Francia, si hubiera nacido en esa América de donde venían las películas que veía, pensaba si le gustaría haber sido un temido gangster o un policía implacable, o tal vez un gladiador romano o un rey egipcio. Atormentado por la duda y por la incapacidad de imaginar como sería se sentó frente a su mesa de dibujo y comenzó a pintar sus vidas en carteles de película, se dibujaba con mujeres de largas piernas y rostro angelical, o con exuberantes amazonas cabalgando por la playa pero desviaba la vista hacia la cama y la encontraba vacía y se repetía una y otra vez: “siempre nos quedará París”, y ese era el problema, siempre se quedaba en París.
A la hora en punto comenzarían a llegar las mieles del éxito, fama, demasiado dinero y mujeres dispuestas a pasar un rato agradable con él. No voy a decir que le fue fácil soportar el cambio. Y aquí es donde entro yo. Habían muchas personas que revoloteábamos a su alrededor esperando el momento idóneo para, siendo sinceros, aprovecharnos de él y de su fama, pero algunos teníamos más clase que otros, y la suerte me eligió a mi. Estaba en el lugar adecuado en el momento justo, y eso era a la salida de un conocido local de ocio justo después de que descubriera que su último amor sólo estaba con él por su dinero, como las anteriores, así que ahí me tenéis a mí, convertido en paño de lágrimas de aquel genio de los carteles. Supe acercarme a él y ganarme su confianza, le presenté a la gente más influyente del momento y lo llevé a los mejores sitios de la ciudad y me gané el puesto de asesor. Ahora ya no iba al cine, las películas se las llevaban a su piso y allí las veía, pero no se molestaba en verlas enteras, con treinta minutos le sobraba para dibujar el cartel, y al tiempo ni eso. Después de recorrer los garitos de moda de París llegaba a su casa con alguna mujer y cuando ella se quedaba dormida se sentaba frente a la mesa de dibujo y encendía el proyector. Al día siguiente siempre despertaba igual, un cartel de mierda dibujado en la mesa y una chica demasiado joven en su cama, entonces, la tiraba a patadas y se pasaba toda la mañana llorando en una mezcla de culpa y desesperación. Descuidó su trabajo igual que descuidó su comida y su aspecto y yo mientras cobraba mis comisiones. Me pasaba una vez por semana por su casa, le llevaba algo de comida y los rollos de película y recogía los carteles, que cada vez eran peores, pero que cada vez se pagaban más caros. Una mañana subí a su piso para recoger los trabajos, como de costumbre, pero el no estaba y los trabajos tampoco, harto de esperar empecé a buscarlos yo mismo, encontré una carpeta llena de cientos de carteles en los que el era el protagonista y al pié una fecha y una frase a modo de título de película o solamente una palabra. Era como una especie de diario gráfico, en los carteles explicaba cosas que le sucedían, en ellos expresaba su estado de ánimo, todos los carteles eran grises y oscuros. Fué entonces cuando me di cuenta del personaje que había creado y de la persona que había destruido. Pero resultó ser demasiado tarde, días después lo encontraron muerto en aquella cabina de proyección dónde un día descubriera el cine. Estaba sentado en el suelo abrazado a la lata que guardaba el rollo de Casablanca y un cartel donde se podía ver a él asomado a una pequeña ventana y tras ella un inmenso campo de trigo con un radiante sol. No sé que quiso decir. El hombre al que le vendí el cartel me dijo que representaba su libertad

Sueños de un hombre despierto.

-Tal vez sea mejor que se quede.
-Pero yo quiero que venga con nosotros.
-Ni pensarlo, no quiero que me estropee otras vacaciones.
-Yo lo cuidaré.
-Seguro? Tú le darás de comer? Tú lo limpiarás, he? Serás tu el que pasee todas las tardes con él?
-Pero es que en la residencia se va a poner triste.
-También serás tú el que no pueda ir a la piscina cuando le duela la vesícula?
-Tal vez sea mejor que se quede.

 
©2009 FIN DE LA PRIMERA PARTE | by TNB