Suicidio.

Había recogido muchos premios en mi vida, pro ninguno me hacía tanta ilusión como este. En teoría era uno de los nominados a mejor actor de teatro de este año pero el comentario de Jean Magêr fue claro. “ves preparándote un discurso. Ah!! Y no te olvides de poner cara de asombro.” Así que me pasé toda la semana preparando mi discurso y ensayando en el espejo mi cara de sorprendido.
Me encontraba delante del espejo afeitándome, quedaba poco tiempo para que un coche de la academia pasara a buscarme. Tenía todo listo recién traído de la tintorería pero aún faltaba el sombrero.
Busqué en mi armario un sombrero blanco con una cinta negra, el cual me compré con mucha ilusión pero que nunca me llegué a poner. Traje negro con rayas verticales marcadas sin corbata y con el sombrero. Recordé haberlo visto en el armario de la oficina. Abrí el armario y allí estaba, solo en la última balda, como esperándome, como si supiera que un día u otro tendría que ir a cogerlo. Y lo cogí, pero al arrastrarlo hacia mí algo me golpeó la cabeza y me hizo caer al suelo. Me tiré la mano a la frente, el dolor era muy fuerte pero no me había hecho sangre. A mi lado giraba como una moneda una caja metálica de galletas con una inscripción: BODA REAL. Era una caja con la que se conmemoraba el enlace de los que, por aquel entonces, eran los príncipes de España. Y de pronto todo se volvió blanco y negro, recordé aquella caja, me vi a mí de joven metiendo objetos en ella y revisándola una y otra vez. Recordé muchas cosas sin tan siquiera abrirla. Justamente por eso decidí no abrirla. Pero luego también me acordé de ella y quizás justo por eso no tendría que haberla abierto, pero lo hice. Y la habitación se volvió más gris si cabe.
Empecé a sacar cosas de su interior: cromos de los que se tenían que pegar con pegamento, entradas de fútbol, un pétalo de rosa, fotos polaroid de viejos amigos, regalos que me hizo mi hermana con sus manos, billetes de autobús y una réplica de un avión comercial. Y lloré sin poder evitarlo. Lloré y me puse a recordar. Viejos amigos que hoy ya no me saludaban y otros que se habían quedado por el camino, lugares donde ya nadie me esperaba, ciudades que nunca llegué a visitar y alguien que me esperaba en todas las ciudades con la que nunca me besé. Y lloré. Y lloré más y me maldije. Rondaba por entonces la veintena y no tenía claro que quería hacer con mi vida. Aunque sí que tenía claro que a quién quería era a ella. Pero ella era demasiado para mí, por entonces yo solo era un dramaturgo de segunda división y ella mi seguidora más fiel. Representaba para ella todos los papeles que caían en mis manos y siempre aplaudía. A veces escribía románticas declaraciones de amor que representaba para ella diciéndole que eran de autores checos y siempre aplaudía, pero sólo aplaudía y yo me iba a casa a soñar con finales diferentes en los que ella lloraba de emoción y me pedía que lo volviese a interpretar. Compartíamos la afición por el dibujo. A veces nos pasábamos largas tardes dibujando en el parque y yo siempre le regalaba uno de mis dibujos, en el que escondía corazones entre las hojas de los árboles y te quieros entre el mecer de la hierba. Al tiempo mis ensayos dieron su fruto y fui contratado por una gran compañía para representar a Romeo por toda Latinoamérica. Al principio la distancia no me supuso un problema. Todos los días nos comunicábamos por correo electrónico, por teléfono y algún día que otro recibía una postal. Hablábamos de lo que hacíamos y lo que haríamos cuando yo regresara, de las cosas que habíamos hecho juntos y de todo lo que nos faltaba por hacer, de lo rápido que pasaba el tiempo, de nuestras esperanzas, de nuestros anhelos.
Pero al mes de dar vueltas por el nuevo mundo la tristeza me invadió y cada día moría dos veces, una en el teatro y otra en la habitación del hotel, hasta el punto en el que cierta noche apareció por mi camerino el productor: “no se lo que te pasa pero si sigues así tendré que prescindir de ti.” Rompí a llorar y me confesé. Esa misma noche decidimos que lo mejor sería que me tratase el psiquiatra de la compañía. Al día siguiente fui a verlo y lo primero que me dijo fue que tenía que dejar de tener ningún tipo de contacto con ella. Escribí una terrible carta de amor donde le confesaba mis sentimientos hacia ella pero donde también le explicaba que lo mejor sería dejar de enviarnos e-mails y llamarnos, me costó mucho escribir esa carta, y más todavía dejarla caer por el buzón.
Con la ayuda del psiquiatra y con la medicación fui superándolo. Me metí de lleno en la obra y, por consejo del productor, busqué algo en lo que ocupar mi tiempo libre. Las clases de francés y el saxo me ayudaron mucho. Cuando se acabó la gira me salió otro papel en un gran musical de Broadway, donde estuvimos dos años seguidos en cartel. Después de eso no me faltó el trabajo en aquel país. Grandes superproducciones con grandes mecenas y cientos de premios.
Un día, de camino al ensayo, vi un cartel que anunciaba la obra Fuenteovejuna representada por una compañía de teatro española. Llamé al ensayo y les dije que me encontraba indispuesto. Acudí a ver aquella obra, estaba viendo teatro en castellano! de pronto nació una idea en mi cabeza. Pedí hablar con el productor de la obra y al rato se presentó ante mí una bella joven. No sé por qué fue pero me dio un pinchazo en el corazón. Me presenté y le pedí por favor que me incluyera en su espectáculo. Me daba lo mismo cualquier papel. La chica me reconoció: “no puedo pagar tu caché”. “Lo que me sobra es dinero, quiero volver a España”. Me dio un papel como habitante del pueblo de Fuenteovejuna nº16. Ese mismo día me despedí de Broadway y a la semana siguiente aterrizaba en España. Pronto empezaron a lloverme los papeles y no tuve tiempo ni para pasar por aquel barrio que me vio crecer, de todas formas ya no quedaría nada.
Terminé de arreglarme, suerte que el sombrero me taparía el golpe. Sonó el timbre, era el chófer. Cerré la puerta y llamé al ascensor. Revisé mi aspecto en el espejo. Saludé cortesmente al chófer y me indicó la puerta de atrás de un coche inglés negro. Abrí la puerta y justo cuando me metía la vi, salí del coche rápidamente pero no había nadie. Eran imaginaciones, me había parecido verla en la acera de enfrente. Pero era tan real… me senté, cerré los ojos y respiré profundamente una y otra vez. El trayecto hasta la alfombra roja duró pocos minutos, el chofer me indicó que cambiara de lado para salir por la otra puerta. Cogí aire, puse una gran sonrisa en mi cara y salí. Los flashes y la emoción, los aplausos y gritos de la gente me cegaron, subí los escalones que me llevaban ante la puerta de este gran teatro y me giré a saludar. Imbécil de mí la he buscado entre el público.
Y aquí estoy. Sentado en una butaca del teatro más hermoso que he visto en mi vida, esperando ser nombrado como mejor actor del año, también puede ser que lo mismo que me dijo a mí Jean Magêr se lo dijera a los otros nominados, entonces me tendría que guardar el discurso pero la cara de sorprendido me saldría sola. “Y el ganador es…”. No he escuchado el nombre pero todos se giran hacia mí y aplauden, me felicitan. Yo me levanto y me dirijo al escenario como en una nube. Se me escapó una lágrima.
“Gracias a todos los que han hecho posible que subiera aquí esta noche. Sólo…”. Miré hacia arriba intentado contener las lágrimas y vi justo delante de la lámpara una imagen de dos pequeños ángeles. “… Sólo quería decirte que te quiero princesa”.

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