Por qué no?

-Sabes qué?
-Dime.
-Da igual… te vas a enfadar.
-No me enfado, cuéntamelo.
-Hoy he matado a un hombre.
-¡Pero qué estas diciendo?
-Que he matado a un hombre.
-Con esas cosas no se juega!
-Ves? Sabía que te ibas a enfadar.
-Pero… como ha sido?
-Le he clavado unas tijeras en el cuello.
-Te ha intentado atacar?
-No, estábamos hablando y le he clavado unas tijeras en el cuello.
-Y por qué?
- No sé… nunca has sentido curiosidad por saber que sentirías.
- (lloros)
- Estaba trabajando en el despacho y él vino a saludarme, empezamos a hablar pero no me interesaba la conversación, así que intentando disimular que prestaba atención me he dado cuenta que llevaba las tijeras en la mano y se las he clavado en el cuello.
-Eres un asesino!!!
-No soy ningún asesino! Nunca has imaginado que sentirías al meter la cara en una tarta, o al meter la mano en un saco de legumbres? Nunca has deseado la sensación de correr desnudo en la noche o saltar desde un balcón?
-No! Si… Puede, pero son sólo ideas, sueños.
-Entonces, por qué te escandalizas? Todos los días mueren miles de personas en el mundo.
-Pero no los matas tú!
-Los matan otros, pero tampoco veo que te escandalices.
-Pero son otros, no tú!
-Pero siguen muriendo.
-(silencio)
-(silencio)
- Y que has sentido?

Nunca llgué a doblar cucharas.


Buscó en su mochila la caja de lápices de colores, eligió el azul que más le gustó y pintó el cielo.
Hacía diez minutos que Arturo había descubierto lo que era capaz de hacer. Ahora se acordaba de su padre cuando le decía que, si deseabas mucho algo, al fina se convierte en realidad. Y él veía a aquel hombre que doblaba cucharas en la televisión. Después corría a su cuarto y hacía un gran esfuerzo, concentrándose en la cuchara, pero lo único que había conseguido era algún que otro dolor de cabeza.

Pero hoy ha sido distinto. Se ha levantado nervioso, pues su padre le había prometido llevarle al parque de atracciones, hacía casi dos años que no montaba en la noria. Se lavó la cara como los gatos, sin agua, no tenía tiempo para lavarse los dientes así que usó el enjuague bucal de su madre, cuando empezó a picarle en la boca pensó que, a lo mejor, tampoco hubiera pasado nada por perder un par de minutos. Se vistió y llenó su mochila con todas las cosas que un niño de su edad puede necesitar en un parque de atracciones; los walky-talkis, unos lápices de colores y un cuaderno, el muñeco explorador, los cromos de fútbol y una cámara de fotos de esas que tienen dentro diapositivas de postales.

Bajó a saltos las escaleras. Su madre lo estaba esperando al pie. “No creo que vayas al parque, está lloviendo” In crédulo, salió disparado al jardín. No le hizo falta mirar al cielo, las gotas de lluvia le inundaban las mejillas. Quería llorar pero la impotencia y la rabia no le dejaron. Se enfadó con las nubes, levantó las manos y empezó a agitarlas como si quisiera pelearse con ellas. “La culpa es vuestra” Y las nubes empezaron a abrirse como si le tuvieran miedo. Pero la verdad es que se movían a su antojo. Lo había deseado tanto… y además esta vez ese deseo salía de un sitio distinto. Empujaba los brazos hacia delante y las nubes se alejaban, movía los brazos hacia él y las nubes volvían, sólo tenía que pensarlo y hacer un gesto con las manos. Empujó las nubes hasta donde no las pudiera ver, pero el cielo seguía gris, así que se le ocurrió una idea, buscó en su mochila la caja de lápices de colores, eligió el azul que más le gustó y pintó el cielo. En ese momento escuchaba los consejos de su maestra. Ponía mucho cuidado en no salirse, no fuera a ser que manchara las fachadas de los edificios de enfrente o que tiñera el sol de azul. Movía el lápiz formando pequeños círculos y no se dejaba ningún hueco sin pintar. Cuando acabó le dolía un poco la muñeca, pero estaba muy orgulloso de su cielo. Se sentó en el primer escalón del porche y esperó a su padre.

Amores imposibles.

Yo no llegué a conocer a mi abuela, pero mi madre me cuenta que ella siempre decía que de amores imposibles estaba el mundo lleno, y que son estos los que hacen que el mundo gire. Quizás con esto intenta justificar a mi padre cuando le pega y ella ni siquiera trata de defenderse. Yo intento hacerle entrar en razón, le digo que aunque vivamos en una aldea, los tiempos han cambiado, que ahora llamas al 112 y en diez minutos aparece la guardia civil y a los dos días ya lo han juzgado y encerrado. Le digo que los tiempos de meigas se acabaron, pero ella sólo hace que repetirme: “le quiero, y en el fondo el también a mi”.

La noche del lunes llegué del cine y me encontré a mi madre despierta en el sofá. “Que haces aún despierta?” “nada, estaba esperando a tu padre”. Eran las doce y media y todavía no había vuelto. Deseé que le hubiera pasado algo me temía que no, se habría quedado en el bar bebiendo y vendría, o muy borracho como para subir a la habitación a acostarse, o violento y con ganas de discutir. Así que decidí quedarme con mi madre a esperarlo para evitar que le hiciese daño. Apareció a la una y media con bastantes copas de más. Mi madre se levantó a recibirlo con un beso, pero él le gritó desde la entrada: “tú que miras?”. Ella se paró en seco y bajó la cabeza como sabiendo lo que venía a continuación, esperando que pasara rápido, como el rebobinado de las cintas de video. Pero él, con ganas de pelea, levantando más la voz, le inquirió: “ que he hecho yo para que me mires con esa cara de desprecio?” y se acerco a ella levantando el puño. Entonces, llevado por la rabia me abalance sobre el empujándolo del cuello contra la pared con una mano mientras en el aire cerraba el puño izquierdo con tal impotencia, que por no pegarle me clavaba las uñas en la palma de la mano. Él aprovechó que sabía que no podía pegarle para propinarme un puñetazo en la boca del estómago e instintivamente dejé caer el puño con violencia sobre su sien. Cayó al suelo como si fuera un muñeco de trapo. Asustado me agache para comprobar si respiraba y noté un alivio tremendo cuando noté que su pecho se hinchaba. Miré a mi madre y , en ese momento, fui consciente de lo que había hecho, aturdido y desorientado salí corriendo hacia las afueras de la aldea, el sudor de la frente se mezclaba con las lágrimas escociéndome en los ojos. Cuando las fuerzas me fallaron me dejé caer al suelo entre helechos y eucaliptos. Al recuperar el aliento me di cuenta que tenía frente a mí el convento de la Orden de Calatrava, actualmente abandonado por los religiosos aunque la capilla se abría para ofrecer misa en las fiestas del patrón del pueblo. Es curioso como cuando buscamos la salvación de cualquier tipo siempre se nos representa la religión de alguna forma, ya seas creyente o no. Recordé lo sucedido en la casa y el estómago me dio un vuelco, me encaramé a un árbol y vomité, en cada arcada sentía el dolor de la culpa, como si el puñetazo lo recibiera yo. Me acordé de repente que había dejado a mi madre sola con ese…, pero me pudo más el miedo y preferí pensar que no se levantaría hasta mañana. Sin fuerzas ni valor para moverme me quedé arrodillado, empalmando sollozos con lamentos. En ese instante un aire frío empezó a mover los helechos y el suelo temblaba como un leve terremoto. Al levantar la cabeza creí ver una luz en el camino que discurre junto al muro del convento, la luz se acercaba, y un minuto después pude observar a una veintena de hombres y mujeres que, en procesión, portaban velas. La marcha la abría un hombre de unos cincuenta años, pero que llamaba la atención por su extrema delgadez y unas profundas ojeras. La comparsa tenía una luz especial… Entonces caí en la cuenta de lo que estaba viendo y el miedo me paralizó. Me acordé de viejas historias que hablaban de una procesión de almas encabezada por una persona que durante la noche era condenada a vagar al frente de la procesión hasta que las fuerzas lo abandonasen y pasara a formar parte de las almas o hasta que la Santa Compaña, que así la llamaban, encontraran a un incauto caminante que lo sustituyera. Pero también me acordé de algunas maneras para no ser visto por la Santa Compaña y así no convertirse en un alma condenada ha vagar. La más simple era tirarse al suelo boca a bajo sin moverse, aunque las procesión pasara por encima de uno mismo, también se podía dibujar un círculo en el suelo y meterse dentro de él, y en el último de los casos correr muy rápido sin mirar atrás. Pensé en correr, pero las piernas no me respondían y tenía demasiada curiosidad como para perdérmelo. Así que busque rápidamente una rama y tracé un circulo en la tierra de al menos dos metros de diámetro. De pié, en el centro del círculo, con la única preocupación de que ninguna parte de mi cuerpo sobrepasara la barrera imaginaria que me protegía, me dispuse a contemplar el espectáculo. Todo eran caras que expresaban tristeza, incluso angustia, todas menos una. La última alma de la fila derecha era una joven que tendría más o menos mi edad, era preciosa, su rostro no mostraba amargura, si acaso resignación y sus labios dejaban entrever una leve sonrisa. Me quedé hipnotizado por su belleza, llevaba un camisón blanco que dejaba adivinar generosas curvas y una larga melena morena ondeaba hasta donde la espalda perdía su nombre.
Me enamoré. Os lo podéis creer? Decidí salir a su encuentro, me daba igual acabar como un alma más vagando hasta la eternidad alrededor del monasterio, siempre que fuera con ella. La Santa Copaña me vería y se detendría a mi paso para que ocupara el lugar del guía, pero recordé que este no recuerda nada de lo vivido por la noche, por eso no el mismo tiene explicación a lo que le ocurre. Destrozado y hundido, sentado en el suelo veía como mi amor se alejaba y a saber cuando sería la próxima vez que la Santa Compaña se dejaría ver, quedaría condenado a esperar todas las noches a que apareciera, si es que algún día volvía a aparecer.
Y aquí estoy, sentado dentro de un círculo esperando a que aparezca, hace ya dos meses que la vi. Noche tras noche vuelvo a dibujar el círculo y me siento a esperar. Puede que esto sea uno de esos amores imposibles de los que hablaba mi abuela, puede que lo de mis padres también lo sea, no lo sé. Pero desde hace un tiempo tengo la sensación que el mundo gira más rápido. Yo seguiré esperando.

Para médicos y amantes.


Se levantó como si fuera un día más, y lo cierto es que para él era un día más, salvo porque era el día de su jubilación. Cuarenta y nueve años trabajando en el tiovivo de Colón, lo llamaban así porque estaba en medio del parque de la plaza de Colón, ante la plaza no se llamaba así pero al tiovivo lo llamaban simplemente “el tiovivo”. Juan era el dueño, encargado, animador y técnico del tiovivo, antes lo fue su padre y antes su abuelo, pero Juan no había encontrado tiempo para buscar mujer, y mucho menos para tener hijos. Así que el tiovivo había sido donado a la ciudad, no era una idea que le gustase, pero era la única posible.
Después de vestirse se dirigió al bar de Julián donde siempre desayunaba tostadas y café con leche bien caliente, daba igual el tiempo que hiciera. En el bar lo estaban esperando con un regalo. Una pequeña cafetera eléctrica. Juan, sonriente y muy agradecido, le dio un abrazo al dueño del bar: “no creas que vas a librarte de hacerme las tostadas” y le sirvió su café y sus tostadas mientras hablaban de fútbol.

Llegó puntual a su lugar de trabajo, abrió los candados que impedían abrir las lonas que cubrían el tiovivo y comenzó a barrer. Después de pasar el plumero y limpiar los cristales conectó la luz y el tiovivo empezó a girar, los caballitos subían y bajaban al son de campanillas invisibles y las luces de colores que parpadeaban ayudaban a crear un mundo mágico para cualquier niño, y para cualquier adulto que alguna vez hubiese sido niño.

Dos mamás con sus hijos fueron los primeros clientes. El tiovivo se detuvo para que los niños pudieran subir y… tiroririrori… comenzó a girar. Después de todas las vueltas del mundo los niños bajaron emocionados, por suerte o por desgracia ninguno se había mareado, por suerte porque él no quería nada malo para ninguno de esos niños, pero era raro, antes cada día solía limpiar el vómito de dos o tres niños que se mareaban, desde hacía unos diez años, sin embargo, no se había mareado absolutamente ningún niño. El no tenía estudios, ni era médico, pero tenía sus propias teorías. Juan pensaba que esto se debía a la Cocacola, que llevaba un condimento secreto que afectaba al equilibrio de los niños.

El último viaje de la mañana fue más corto de lo habitual, el tiovivo siempre se cerraba a las dos de la tarde y, aunque hoy fuera su último día no iba a dejar de cumplir con sus principios. Así que los niños se bajaron después de una docena de vueltas contadas. Cerró y se fue a casa a comer, se preparó una sopa y estrenó su cafetera eléctrica, eso sí, con descafeinado como de costumbre, después no perdonó la siesta de media hora y otra vez al trabajo. Volvió a barrer, pues estaban en otoño y las hojas inundaban el tiovivo. Cuando los colegios terminaron sus clases empezaron a llegar los niños y mientras manejaba el tiovivo pensaba en todo lo que haría a partir del día siguiente; dedicaría una semana a terminar las pequeñas chapuzas que tenía pendientes por casa, un grifo que goteaba, una puerta descolgada... Después se iría de viaje durante dos semanas y... sonaba el fín del viaje del tiovivo y tenía que salir a atender a los nuevos clientes.

Una hora antes del cierre se presentó un hombre trajeado, venía en nombre de la consejería de cultura. Se excusó diciendo que faltaban algunos detalles por ultimary además recogería las llaves para que el no se tuviera que molestar. El hombre se quedó con Juan, era simpático, le explicó que desde pequeñito le habían fascinado estas máquinas y a Juan siempre le encantaba dar explicaciones y alardear de su dominio de la mecánica. Cundo se hizo la hora del cierre cesó la música y se apagaron las bombillas de colores. El joven le ayudó a cerrar las lonas y en cuanto hubo recogido todas las llaves le preguntó: “Que va ha hacer ahora que se jubila?” “Vivir” y sorprendido por la respuesta inquirió “No va a sentir nostalgia?” “ Nostalgia? Por que?”.

Juan se dirigió a casa saludando a los que día tras día se encontraba en su camino de vuelta a casa. Llegado al patio de su finca sintió un gran malestar y comenzó a vomitar, toró la comida y el desayuno. Agustina, que era la portera de la finca, salió corriendo a auxiliarlo “Que le pasa señor Juan?” “Me he mareado, ya he bajado del tiovivo”

Suicidio.

Había recogido muchos premios en mi vida, pro ninguno me hacía tanta ilusión como este. En teoría era uno de los nominados a mejor actor de teatro de este año pero el comentario de Jean Magêr fue claro. “ves preparándote un discurso. Ah!! Y no te olvides de poner cara de asombro.” Así que me pasé toda la semana preparando mi discurso y ensayando en el espejo mi cara de sorprendido.
Me encontraba delante del espejo afeitándome, quedaba poco tiempo para que un coche de la academia pasara a buscarme. Tenía todo listo recién traído de la tintorería pero aún faltaba el sombrero.
Busqué en mi armario un sombrero blanco con una cinta negra, el cual me compré con mucha ilusión pero que nunca me llegué a poner. Traje negro con rayas verticales marcadas sin corbata y con el sombrero. Recordé haberlo visto en el armario de la oficina. Abrí el armario y allí estaba, solo en la última balda, como esperándome, como si supiera que un día u otro tendría que ir a cogerlo. Y lo cogí, pero al arrastrarlo hacia mí algo me golpeó la cabeza y me hizo caer al suelo. Me tiré la mano a la frente, el dolor era muy fuerte pero no me había hecho sangre. A mi lado giraba como una moneda una caja metálica de galletas con una inscripción: BODA REAL. Era una caja con la que se conmemoraba el enlace de los que, por aquel entonces, eran los príncipes de España. Y de pronto todo se volvió blanco y negro, recordé aquella caja, me vi a mí de joven metiendo objetos en ella y revisándola una y otra vez. Recordé muchas cosas sin tan siquiera abrirla. Justamente por eso decidí no abrirla. Pero luego también me acordé de ella y quizás justo por eso no tendría que haberla abierto, pero lo hice. Y la habitación se volvió más gris si cabe.
Empecé a sacar cosas de su interior: cromos de los que se tenían que pegar con pegamento, entradas de fútbol, un pétalo de rosa, fotos polaroid de viejos amigos, regalos que me hizo mi hermana con sus manos, billetes de autobús y una réplica de un avión comercial. Y lloré sin poder evitarlo. Lloré y me puse a recordar. Viejos amigos que hoy ya no me saludaban y otros que se habían quedado por el camino, lugares donde ya nadie me esperaba, ciudades que nunca llegué a visitar y alguien que me esperaba en todas las ciudades con la que nunca me besé. Y lloré. Y lloré más y me maldije. Rondaba por entonces la veintena y no tenía claro que quería hacer con mi vida. Aunque sí que tenía claro que a quién quería era a ella. Pero ella era demasiado para mí, por entonces yo solo era un dramaturgo de segunda división y ella mi seguidora más fiel. Representaba para ella todos los papeles que caían en mis manos y siempre aplaudía. A veces escribía románticas declaraciones de amor que representaba para ella diciéndole que eran de autores checos y siempre aplaudía, pero sólo aplaudía y yo me iba a casa a soñar con finales diferentes en los que ella lloraba de emoción y me pedía que lo volviese a interpretar. Compartíamos la afición por el dibujo. A veces nos pasábamos largas tardes dibujando en el parque y yo siempre le regalaba uno de mis dibujos, en el que escondía corazones entre las hojas de los árboles y te quieros entre el mecer de la hierba. Al tiempo mis ensayos dieron su fruto y fui contratado por una gran compañía para representar a Romeo por toda Latinoamérica. Al principio la distancia no me supuso un problema. Todos los días nos comunicábamos por correo electrónico, por teléfono y algún día que otro recibía una postal. Hablábamos de lo que hacíamos y lo que haríamos cuando yo regresara, de las cosas que habíamos hecho juntos y de todo lo que nos faltaba por hacer, de lo rápido que pasaba el tiempo, de nuestras esperanzas, de nuestros anhelos.
Pero al mes de dar vueltas por el nuevo mundo la tristeza me invadió y cada día moría dos veces, una en el teatro y otra en la habitación del hotel, hasta el punto en el que cierta noche apareció por mi camerino el productor: “no se lo que te pasa pero si sigues así tendré que prescindir de ti.” Rompí a llorar y me confesé. Esa misma noche decidimos que lo mejor sería que me tratase el psiquiatra de la compañía. Al día siguiente fui a verlo y lo primero que me dijo fue que tenía que dejar de tener ningún tipo de contacto con ella. Escribí una terrible carta de amor donde le confesaba mis sentimientos hacia ella pero donde también le explicaba que lo mejor sería dejar de enviarnos e-mails y llamarnos, me costó mucho escribir esa carta, y más todavía dejarla caer por el buzón.
Con la ayuda del psiquiatra y con la medicación fui superándolo. Me metí de lleno en la obra y, por consejo del productor, busqué algo en lo que ocupar mi tiempo libre. Las clases de francés y el saxo me ayudaron mucho. Cuando se acabó la gira me salió otro papel en un gran musical de Broadway, donde estuvimos dos años seguidos en cartel. Después de eso no me faltó el trabajo en aquel país. Grandes superproducciones con grandes mecenas y cientos de premios.
Un día, de camino al ensayo, vi un cartel que anunciaba la obra Fuenteovejuna representada por una compañía de teatro española. Llamé al ensayo y les dije que me encontraba indispuesto. Acudí a ver aquella obra, estaba viendo teatro en castellano! de pronto nació una idea en mi cabeza. Pedí hablar con el productor de la obra y al rato se presentó ante mí una bella joven. No sé por qué fue pero me dio un pinchazo en el corazón. Me presenté y le pedí por favor que me incluyera en su espectáculo. Me daba lo mismo cualquier papel. La chica me reconoció: “no puedo pagar tu caché”. “Lo que me sobra es dinero, quiero volver a España”. Me dio un papel como habitante del pueblo de Fuenteovejuna nº16. Ese mismo día me despedí de Broadway y a la semana siguiente aterrizaba en España. Pronto empezaron a lloverme los papeles y no tuve tiempo ni para pasar por aquel barrio que me vio crecer, de todas formas ya no quedaría nada.
Terminé de arreglarme, suerte que el sombrero me taparía el golpe. Sonó el timbre, era el chófer. Cerré la puerta y llamé al ascensor. Revisé mi aspecto en el espejo. Saludé cortesmente al chófer y me indicó la puerta de atrás de un coche inglés negro. Abrí la puerta y justo cuando me metía la vi, salí del coche rápidamente pero no había nadie. Eran imaginaciones, me había parecido verla en la acera de enfrente. Pero era tan real… me senté, cerré los ojos y respiré profundamente una y otra vez. El trayecto hasta la alfombra roja duró pocos minutos, el chofer me indicó que cambiara de lado para salir por la otra puerta. Cogí aire, puse una gran sonrisa en mi cara y salí. Los flashes y la emoción, los aplausos y gritos de la gente me cegaron, subí los escalones que me llevaban ante la puerta de este gran teatro y me giré a saludar. Imbécil de mí la he buscado entre el público.
Y aquí estoy. Sentado en una butaca del teatro más hermoso que he visto en mi vida, esperando ser nombrado como mejor actor del año, también puede ser que lo mismo que me dijo a mí Jean Magêr se lo dijera a los otros nominados, entonces me tendría que guardar el discurso pero la cara de sorprendido me saldría sola. “Y el ganador es…”. No he escuchado el nombre pero todos se giran hacia mí y aplauden, me felicitan. Yo me levanto y me dirijo al escenario como en una nube. Se me escapó una lágrima.
“Gracias a todos los que han hecho posible que subiera aquí esta noche. Sólo…”. Miré hacia arriba intentado contener las lágrimas y vi justo delante de la lámpara una imagen de dos pequeños ángeles. “… Sólo quería decirte que te quiero princesa”.

Quieta ahí!! Tus labios o la vida.

Yo… me enamoré. Quién no se ha enamorado al pie de una barra? Había quedado para ir al cine y como siempre, los demás llegaban tarde, así que entré en el bar que enfrentaba para esperarlos. Busqué un taburete solitario en la barra, en el que pudiera sentarme sin tener que escuchar una conversación ajena. Normalmente me divertía hacerlo, pero hoy no quería saber nada de nadie. Y allí estaba ella, menuda y radiante, se encontraba sola bebiendo una Coca-cola, mientras jugaba con la botella de cristal. El camarero se acercó y con una sonrisa de esas que tienen que enseñar en la escuela de hostelería, pero que este chico nunca llegó a aprender, me preguntó: “qué le pongo?” Y en un gran momento de lucidez le dije “una cola”. Así ella pensaría que teníamos algo en común, pero ella no apartaba la vista de las piruetas que hacía la botella, giros sobre si misma, giros sobre un lateral de la base. A mí me parecía mágico, como si formara parte del Circo del Sol. Llevaba un vestido largo negro con unas sandalias con tacón con las que no llegaba a posar los pies en la barra del taburete y se quedaban colgando como trapecistas sin red.
El camarero me sobresaltó al traerme el refresco. Con pocos modales pero con la misma sonrisa de idiota me dijo: “tres cincuenta”. Me pareció un poco exagerado pagar casi seiscientas pesetas de las antiguas por una cola pero bien las merecía la compañía, aunque fuera a cinco metros de distancia.
Le di el dinero justo y desapareció con la misma diligencia que había venido. Miré el reloj: todavía faltaba un cuarto de hora para que mis amigos hicieran acto de presencia. Decidí que tenía que hablar con ella así que me levanté del taburete y… me volví a sentar. No sabía que decirle, me acordé que coincidíamos en gustos, quizás pudiera hablarle de la fórmula secreta de la Coca-Cola, o de mi primo que tenía una máquina que fabricaba Coca-Cola, o quizás no. Del tiempo? Dentro de un bar con el aire acondicionado a tope? Ya lo tengo: del cambio climático. Entonces entró un chico por la puerta y se dirigió a ella. La chica levantó la cabeza y lo miró. En ese momento el corazón se me puso del revés pero el chico pasó por detrás de ella y fue a sentarse en una mesa llena de chicas, que suerte! Ella lo había mirado al entrar, también se habría fijado en mí cuando entré? El tiempo se agotaba y tenía que decirle algo, sin pretensiones, me levantaría, me presentaría y sería totalmente sincero: “te he visto desde la otra parte de la barra y me he enamorado”. Respiré profundamente, me levanté decidido y fui cara a ella, cuanto más me acercaba más guapa me parecía. Ella levantó la cara y me miró y con todo el coraje que pude reunir le dije: “perdona, tienes fuego?”. Noté una mueca extraña en su rostro. “Lo siento, no fumo”. “Da igual, yo tampoco”. Los dos metros que me separaban de la puerta se convirtieron en el corredor de la muerte más largo que había visto jamás en ninguna película y en mi cabeza sólo se oía una voz que repetía “imbécil”. Salí a la calle y a lo lejos vi a mis amigos que venían hablando tranquilamente y me sentí como mi guitarra española, esperando en una esquina, sin nadie que la toque.

 
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