Viento de poniente.

A Miguelito le gustaba tumbarse en la hierba y ver pasar las nubes, jugar a espadachines con su sombra y montar figuras imposibles con el Tente. Pero lo que más le gustaba últimamente era pasear con su paraguas.

Miguelito tenía ocho años y desde hacía casi uno llevaba siempre consigo un paraguas. Lo llevaba abierto cuando estudiaba en la escuela, cerrado mientras hacía gimnasia, abierto cuando jugaba al futbol y cerrado mientras comía. Eso le había acarreado algún que otro problema, una vez visitó el despacho, recien reformado, del director cuando intentando hacerle un caño al defensa contrario, le inserto una varilla del paraguas en todo el ojo. Además, en clase lo mandaron a la última fila porque con el paraguas abierto no dejaba ver la pizarra a los demás.

Pronto llegaron los insultos, sus compañeros le decían de todo y los profesores lo tomaban por tonto, además se unía la curiosidad que hacía mucho que no llovía y el paraguas de Miguelito nunca se había mojado, bueno si, cuando se duchaba. Pero no había persona ni insulto en el mundo que consiguiera quitarle la sonrisa de la cara ni el paraguas de la mano.

Cierto día, la clase de Miguelito fué de excursión a la montaña para observar a las aves. Abierto en el autobús, cerrado por el monte. De pronto un nubarrón gris feo comenzó a cubrir toda la montaña y como si el trueno fuese el pistoletazo de salida comenzó a llover todo lo que no había llovido. Todos miraron a Miguelito esperando que abriera su paraguas para ir corriendo a resguardarse debajo pero no lo hizo. La profesora, completamente empapada fue hacia Miguelito y le preguntó: "No piensas abrir el paraguas?"

"Para una vez que llueve, me voy a esconder?"

En el nombre de Dios

De él decían que pintaba como los ángeles. De ella no decían mucho, unos porque poco sabían y otros porque de tanto saber no querían que la gente pensara “cosas que no eran”. El azar, el destino o la casualidad –llámenlo como quieran- les empujó a encontrarse aquella mañana en el puerto, y nunca mejor dicho porque ella calló a su paso después que el dueño de una taberna la echase fuera recriminándole actitudes deshonestas para con su clientela. Pablo, muy cortés, le ayudó a levantarse y se ofreció a acompañarla hasta el muelle para que limpiase con agua de mar las rozaduras que se había hecho en el codo al caer. Ella le sonrió y aceptó de buen grado el ofrecimiento. Cuando llegaron al muelle ella se sentó en un montón de cabos y le lanzó una mirada coqueta que le acercó de lleno en la cabeza. Pablo volvió a su lado con su pañuelo mojado en agua y le limpió el brazo con extremo cuidado, soplándole cuando él creía ver en su cara una pequeña expresión de escozor. Pablo se presentó y le preguntó su nombre. María. A ella le vino la prisa de repente y salió disparada como si fueran a dar las doce.

Al día siguiente, Pablo no pudo pintar más que curvas sin sentido, curvas que se entrelazaban, se unían, y se separaban para luego mezclarse. Por la tarde había quedado en verse con tres amigasen el corral de San Juan. Quevedo estrenaba obra, y allí que se fue. De camino al corral el azar, de nuevo, se cruzó en su camino y tal vez también en el de María. El pintor sonrió y besó la mano de la dama que le robaba el sueño. Pasearon, hablaron de lo humano y lo divino y faltó a su cita.

A la semana siguiente ella ya posaba para él, y él compartía algo más que su jubón con ella. María era la inspiración que pablo había estado esperando, su musa. Con ella a su lado entraba en un estado de monomanía que le hacía pintar las escenas más realistas que nunca hubiese visto esa ciudad. Los encargos llegaban de todos los lugares del reino. Y cada día, su relación iba subiendo un peldaño más.

Una gris tarde de verano, mientras la pareja paseaba por la Albereda, un carruaje se detuvo a su paso, de él bajó un hombre vestido de negro con un sombrero de ala ancha de medio lado. Se presentó como el ayudante del cardenal e invitó a pablo a subir al carruaje. Un hombre de la guardia real bajó para cederle el asiento. Pablo accedió a subir, -que otra opción tenía?- la pareja se intercambió una rápida mirada de preocupación. En el interior del carruaje se encontró con el cardenal, fue entonces cuando Pablo temió por su vida.

Cuando bajó del carruaje le temblaban las piernas y María rompió en llanto. Pablo se le acercó corriendo y la abrazó con fuerza. “Soy el encargado de pintar la cúpula de la nueva catedral” Ahora a la que le temblaban as piernas era a ella.

Diez años más tarde, una vez terminada la catedral, Pablo se encerró en su interior para pintar un cielo lleno de ángeles, tan vivos que cantarían misa y llorarían en los entierros. Sólo María entraba de vez en cuando para llevarle comida. Pero Pablo estaba tan absorto en su trabajo que la mayoría de las veces se olvidaba de comer.
Por fin termino su obra y la primera persona en verlo fue María. Entró con ilusión, miró al cielo y le sobrevino una sensación terrible de vértigo y miedo. Era tan real la pintura que empezó a llorar y a temblar sin saber por qué. Creía oír el sonido de las trompetas, el crepitar de las estrellas en el cielo y una docena de querubines llamándola entre risas y juegos. Pablo se acercó a ella y la sostuvo mientras intentaba que parase de llorar, le secó las lágrimas y le dijo “Anda, haz que avisen al cardenal.” Al momento apareció el cardenal, se quedó mudo por la belleza de la obra, a él también le temblaban las piernas, pero pronto se percató que todas las figuras que aparecían llevaban los sexos al descubierto. El cardenal montó en cólera y maldijo al pintor. Le exigió que tapara esa obscenidad, pero Pablo se negó, dijo que era así como Dios le había dicho que los tenía que pintar. El cardenal zanjo la discusión con una amenaza: si en una semana no estaba arreglada tal afrenta sería excomulgado.

Pasó la semana y el Cardenal acudió a la casa del pintor con dos soldados de la guardia real. Le preguntó su postura “por última vez”, pero pablo había dejado muy clara su postura. Entonces… todo ocurrió muy deprisa, un guardia desenvainó la espada y atravesó el pecho de María con la hoja, el otro guardia se llevó a Pablo y no le dio tiempo ni de ver caer a María. Le subieron en el mismo carruaje donde se sentó aquella gris tarde y se dirigieron a la catedral para obligarle a hacer aquello a lo que se había negado.

Abrieron las puertas de la catedral y encontraron todo el suelo lleno de plumas, cual sería la sorpresa de todos los allí presentes cuando, al mirar al techo descubrieron que a los ángeles se les habían caído las alas.

Paranoias ancestrales cuando la niña está imantada y el chico tiene el corazón de latón y otros metales.

La niña era preciosa pero tenía una fuerza poderosa.
Cuando estaba en la escuela ningún niño quería acercarse a ella.
Sus padres la querían con locura pero no se acercaban a ella sin su armadura.
Y es que en su fuerza estaban todos sus males, pues estaba imantada y a ella se le pegaban todos los metales.
Cuanto más crecía más sola se sentía, ya no jugaba ni con su amiga Lucía.
Y fue caminando por la playa un día cuando le vino por fin toda la alegría.
Él también era guapo y triste, se llamabá Ramón y de pequeño le camciaron el corazón por uno de latón.
Ramón salió volando a toda pastilla y en el viaje se encontro hasta una sombrilla.
Los dos quedaron pegados corazón con corazón.
Ella pensó: no será esto lo que estaba esperando?. Él simplemente la besó.

 
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