El camino del guerrero

El Samurai hizo gesto de colocar una rodilla en el suelo, pero ni siquiera llegó a rozarlo. Mientras sostenía el peso de la espada de su contrincante con la columna invisible formada desde la unión de los metales hasta la punta de su pié, pensaba en los campos de amapolas que había dejado atrás; en los castigos que le imponía su maestro por no prestar atención; en aquella chica de la que recibía capones... Decidió que era la hora de terminar con la pelea. Puso todas sus fuerzas, su último suspiro, en empujar la espada de su contrario, y lo hizo con una mano asida fuertemente a la empuñadura, y la otra, con dolor, al filo. El oponente cayó al suelo y vió con estupor como se levantaba el Samurai lentamente y con un gesto orgánico clavaba la espada en tierra a la vez que agachaba la cabeza. No pronunció ninguna palabra, no hizo falta, el viento ya sabia lo que se estaba diciendo. El samurai, poniendo su honor como bandera, había aceptado la derrota y esperaba el brazo ejecutor de su verdugo con tranquilidad. El desconocido entendió su gesto y sólo pudo dejar caer la espada y, haciendo primero una genuflexión, retirarse por donde había venido, no sin permitir ver en él un leve velo de humillación. Había perdido sin darse cuenta, obcecado en ganar con la espada había perdido con todo lo demás.

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